id Guadalupe: ideas rápidas sobre el milagro de Guadalupe (México). El milagro permanente de la imagen de Guadalupe, y de sus ojos. Las apariciones de Guadalupe.
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GUADALUPE (México)
  • A. El milagro permanente de la imagen de Guadalupe.
  • B. Las apariciones de Guadalupe.

A. El milagro permanente

1. ¿La Santísima Virgen hace milagros? Los milagros son obra de Dios, pero muchas veces el Señor actúa atendiendo los ruegos de su Madre (Madre de Dios), que es nuestra principal intercesora ante Él. En estos casos se habla de milagros marianos.

2. ¿Hay muchos milagros marianos? A lo largo de la historia, nuestra Señora se ha desvivido por sus hijos con manifestaciones de cariño a veces corrientes, a veces extraordinarias. Ha habido apariciones y curaciones abundantes. Muchas de ellas documentadas con precisión. El de Guadalupe es un famoso milagro que puede comprobarse actualmente.

3. ¿Un resumen de lo que sucedió? Nos situamos el 12.12.1531, en vida de Hernán Cortés, que diez años antes había dominado Mexico. Nuestra Señora se apareció al indio Juan Diego y le indicó que hablara con el obispo porque deseaba que allí se construyera una iglesia. El obispo pidió a Juan Diego una prueba. Nuestra Señora volvió a presentarse ante el indio y le dijo que llevara al obispo unas flores que allí había (no crecen en esa época del año). Juan Diego asombrado de verlas las tomó en su manto o tilma y se presentó ante el obispo. Al extender la tilma, cayeron las flores y la Virgen dejó grabada su imagen en el manto.
A partir de entonces, se bautizaron enseguida miles y miles de aztecas.

4. ¿Milagros en la imagen de Guadalupe?

  • Este tipo de tilmas confeccionadas con fibra vegetal duran un máximo de 15 - 20 años. El de Guadalupe se conserva desde hace más de 400 años, a pesar de muchas condiciones adversas como la continua frotación de la gente (actualmente está más protegido).
  • El tejido es muy basto, pero la imagen muy detallada. Los infrarojos confirman que no hay imprimación, ni bocetos previos, ni pinceladas.
  • En 1936 el Dr. Richard Khun -futuro Nobel de química- analizó la pintura y concluyó que los pigmentos no eran de origen vegetal, ni animal, ni mineral, ni sintéticos; y no coincidían con ningún elemento del sistema periódico.
5. ¿Los milagros de los ojos?
  • En la imagen de Guadalupe, los ojos de María poseen los tres efectos de refracción de la imagen de un ojo vivo. Estos efectos se descubrieron en física-óptica varios siglos después.
  • Ampliando digitalmente el ojo 2500 veces, se descubren en la pupila trece personas. Comparándolas con documentos históricos, se distingue al obispo Juan de Zumárraga ante quien Juan Diego extendió su manto. Se concluye que en el manto se grabó la imagen de la Virgen incluyendo lo que María veía en sus ojos antes de grabar su imagen en la tilma.
  • Estas figuras se ven en los dos ojos y son iguales, salvo la ligera diferencia debida a la distancia entre los dos puntos de vista. Asombra que esta sutil diferencia haya sido plasmada en la imagen.
6. Una consecuencia.- El milagro que se observa en la ampliación digital de los ojos sólo se ha podido descubrir con los medios técnicos del siglo XX. Como Dios nuestro Señor no hace milagros por capricho, podemos asegurar que este hecho de los ojos ha sido realizado en el siglo XVI para fortalecer la fe de quienes vivimos en la era informática.

B. Las apariciones de Guadalupe

Se conocen bastantes detalles de las apariciones de la Virgen de Guadalupe gracias a un documento -Nican Mopohua- escrito en 1556, poco después de los hechos. A continuación lo resumimos ligeramente, sin alterar su espléndido lenguaje.

Primera aparición: sábado 9 de diciembre de 1531.
Era muy de madrugada, despuntaba ya el alba. El caballero indio Juan Diego, pobre pero digno (de 57 años, viudo, bautizado hace 3-5 años), oyó cantar como a diversos pájaros preciosos. Se detuvo a ver. Y tan pronto como cesó el canto, cuando todo quedó en calma, entonces oye que lo llaman de arriba del cerrito, le convocan:
- Mi Juanito, mi Juan Dieguito.

En seguida, pero al momento, se animó a ir allá a donde era llamado. Y cuando llegó a su adorable presencia, mucho se sorprendió por la manera que, sobre toda ponderación, destacaba su maravillosa majestad: sus vestiduras resplandecían como el sol, como que reverberaban... Ante su presencia se postró. Escuchó su venerable aliento, su amada palabra, infinitamente grata, aunque al mismo tiempo majestuosa, fascinante, como de un amor que del todo se entrega. Se dignó decirle:
- Escucha bien, hijito mío el más pequeño, mi Juanito: ¿A dónde te diriges?
- Mi señora, mi reina, mi muchachita, allá llegaré a tu casita de México. Voy en pos de las cosas de Dios que se dignan darnos, enseñarnos, quienes son imágenes del Señor, nuestros sacerdotes.

- Ten la bondad de enterarte, por favor pon en tu corazón, hijito mío el más amado, que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, y tengo el privilegio de ser Madre del verdaderísimo Dios, de Ipalnemohuani, (Aquel por quien se vive), de Teyocoyani (del Creador de las personas), de Tloque Nahuaque (del Dueño del estar junto a todo y del abarcarlo todo), de Ilhuicahua Tlaltipaque (del Señor del Cielo y de la Tierra). Mucho quiero, ardo en deseos de que aquí tengan la bondad de construirme mi templecito... Porque en verdad yo me honro en ser madre compasiva de todos Ustedes... Ojalá aceptes ir a al palacio del Obispo de México, y le narres cómo nada menos que yo te envío de embajador para que le manifiestes cuan grande ardiente deseo tengo de que aquí me provea de una casa, de que me levante en el llano mi templo... Ya has oído, Hijo mío el más amado, mi aliento, mi palabra: ¡Ojalá aceptes ir y tengas la bondad de poner todo tu esfuerzo!
- Señora mía, mi Niña, por supuesto que ya voy para poner por obra tu venerable aliento, tu amada palabra. Por ahora de ti me despido, yo, tu humilde servidor.

En seguida bajó para ir a poner por obra su encargo: Vino a tomar la calzada que viene derecho a México. Y cuando hubo llegado al interior de la ciudad, de inmediato y directo se fue al palacio del Obispo que muy recientemente había llegado, D. Fray Juan de Zumárraga. Luego ya le declara, le narra la preciosa palabra de la Reina del Cielo, su mensaje, y las cosas que admiró, que miró, que escuchó. Y cuando hubo escuchado todas sus palabras, su mensaje, como que no del todo le dio crédito.

Segunda aparición: sábado por la tarde.
Poco después, ya al acabar el día, se vino luego en derechura a la cumbre del cerrito, y allí tuvo la grande suerte de reencontrar a la Reina del Cielo, donde por primera vez la había visto. Lo estaba esperando bondadosamente. Y apenas la miró, se postró en su presencia:
- Dueña mía, Señora, Reina, Hijita mía la más amada, mi Virgencita, fui allá donde Tú me enviaste como mensajero, fui a cumplir tu venerable aliento, tu amable palabra. Aunque muy difícilmente, entré al lugar del Jefe de los Sacerdotes. Lo vi, en su presencia expuse tu venerable aliento, tu amada palabra, como tuviste la bondad de mandármelo. Me recibió amablemente y me escuchó bondadosamente, pero, por la manera como me respondió, no lo estima cierto. Piensa que quizá es mera invención mía, que tal vez no es de tus venerados labios.
Por lo cual, mucho te ruego, Señora mía, mi Reina, mi Virgencita, que ojalá a alguno de los ilustres nobles, que sea conocido, respetado, honrado, a él le concedas que se haga cargo de tu venerable aliento, de tu preciosa palabra para que sea creído. Porque yo en verdad no valgo nada, soy mecapal, soy cacaxtle, soy cola, soy ala, Virgencita mía, Hijita mía la más amada, Señora, Reina. Por favor, perdóname: afligiré tu venerado rostro, tu amado corazón. Iré a caer en tu justo enojo, en tu digna cólera, Señora, Dueña mía.

- Escucha, hijito mío el más pequeño, ten por seguro que no son pocos mis servidores, mis embajadores mensajeros; mas es indispensable que seas precisamente tú quien negocie y gestione, que sea totalmente por tu intervención que se verifique, que se lleve a cabo mi voluntad, mi deseo. Y muchísimo te ruego, hijito mi consentido, y con rigor te mando, que mañana vayas otra vez a ver al Obispo. Y de mi parte adviértele, hazle oír muy claro mi voluntad, mi deseo para que realice, para que haga mi templo que le pido.

- Señora mía, Reina, Virgencita mía, ojalá que no aflija yo tu venerable rostro, tu amado corazón; con el mayor gusto iré, voy ciertamente a poner en obra tu venerable aliento, tu amada palabra; de ninguna manera me permitiré dejar de hacerlo, ni considero penoso el camino... Ya me despido, Hijita mía la más amada, Virgencita mía, Señora, Reina. Por favor, quédate tranquila.

Al día siguiente, domingo 10
Muy de madrugada, cuando todo estaba aún muy oscuro, de allá salió de su casa. Y como a las diez de la mañana estuvo dispuesto: había oído Misa, se había pasado lista, se había dispersado toda la gente. Y él, Juan Diego, luego fue al palacio del Señor Obispo. Y tan pronto como llegó, hizo todo lo posible para tener el privilegio de verlo, y con mucha dificultad otra vez tuvo ese honor. A sus pies hincó las rodillas, llora, se pone triste, en tanto que dialoga, mientras le expone el venerable aliento, la amada palabra de la Reina del Cielo, para ver si al fin era creída la embajada, la voluntad de la Perfecta Virgen.

Y el Señor Obispo muchísimas cosas le preguntó, le examinó. Todo lo narró al Señor Obispo, con todos sus detalles, pero no estuvo de acuerdo de inmediato, sino que le dijo que era todavía indispensable algo como señal para que poder creerle que era precisamente Ella, la Reina del Cielo, quien se dignaba enviarlo de mensajero.

Y tan pronto como lo oyó, Juan Diego dijo respetuosamente al Obispo: Señor Gobernante, por favor sírvete ver cuál será la señal que tienes a bien pedirle, pues en seguida me pondré en camino para solicitársela a la Reina del Cielo, que se dignó enviarme acá de mensajero. Y cuando vio el Obispo que todo lo confirmaba, que desde su primera reacción en nada titubeaba o dudaba, luego lo despidió; apenas hubo salido, luego ordenó a algunos criados, que fueran detrás de él, que cuidadosamente lo espiaran a dónde iba, y a quién veía o hablaba. Y así se hizo. Pero lo perdieron de vista. Y se confabularon unos con otros, que si llegaba a volver, a regresar, allí lo habían de agarrar y castigar duramente para que otra vez ya no ande contando mentiras, ni alborotando a la gente.

Entre tanto Juan Diego estaba en la presencia de la Santísima Virgen, comunicándole la respuesta que venía a traerle de parte del Señor Obispo.
- Así está bien, Hijito mío el más amado, mañana de nuevo vendrás aquí para que lleves al Gran Sacerdote la prueba, la señal que te pide. Con eso en seguida te creerá, y ya, a ese respecto, para nada desconfiará de ti ni de ti sospechará. Y ten plena seguridad, Hijito mío predilecto, que yo te pagaré tu cuidado, tu servicio, tu cansancio que por amor a mí has prodigado. ¡Animo, mi muchachito! que mañana aquí con sumo interés habré de esperarte.

Lunes 11
Pero a la mañana siguiente, cuando Juan Diego debería llevarle alguna señal suya para ser creído, ya no regresó, porque cuando fue a llegar a su casa, a un tío suyo, de nombre Juan Bernardino, se le había asentado la enfermedad, estaba en las últimas, por lo que se pasó el día buscando médicos. Al anochecer, le rogó instantemente su tío que, todavía de noche, antes del alba, le hiciera el favor de ir a Tlaltelolco a llamar a algún sacerdote para que viniera, para que se dignara confesarlo porque estaba del todo seguro que ya no habría de levantarse, que ya no sanaría.

Las flores, martes 12
Todavía en plena noche, de allá salió, de su casa, Juan Diego, a llamar al sacerdote, allá en Tlatelolco. Y cuando ya vino a llegar a la cercanía del cerrito Tepeyac, donde antes él pasara, se dijo: Si sigo de frente por el camino, no vaya a ser que me vea la noble Señora, porque como antes me hará el honor de detenerme para que lleve la señal al Jefe de los Sacerdotes. En seguida le dio la vuelta al monte por la falda, subió a la otra parte, por un lado, para ir a llegar rápido a México, para que no lo demorara la Reina del Cielo. Se imaginaba que por dar allí la vuelta, no iba a verlo Aquella cuyo amor hace que absolutamente y siempre nos esté mirando.

Pero le vino a salir al encuentro de lado del monte, vino a cerrarle el paso, se dignó decirle:
- ¿Qué hay, Hijo mío el más pequeño? ¿A dónde vas?
- Mi Virgencita, Hija mía la más amada, mi Reina, ojalá estés contenta. ¿Cómo amaneciste? ¿Estás bien de salud?, Señora mía, mi Niñita adorada? Causaré pena a tu venerado rostro, a tu amado corazón: Por favor, toma en cuenta, Virgencita mía, que está gravísimo un criadito tuyo, tío mío. Una gran enfermedad en él se ha asentado, por lo que no tardará en morir. Así que ahora tengo que ir urgentemente a tu casita de México, a llamar a alguno de los amados de nuestro Señor, de nuestros sacerdotes, para que tenga la bondad de confesarlo, de prepararlo. Puesto que en verdad para esto hemos nacido: vinimos a esperar el tributo de nuestra muerte. Pero, aunque voy a ejecutar esto, apenas termine, de inmediato regresaré aquí para ir a llevar tu venerable aliento, tu amada palabra, Señora, Virgencita mía. Por favor, ten la bondad de perdonarme, de tenerme toda paciencia. De ninguna manera en esto te engaño, Hija mía la más pequeña, mi adorada Princesita, porque lo primero que haré mañana será venir a toda prisa.

- Por favor presta atención a esto, ojalá que quede muy grabado en tu corazón, Hijo mío el más querido: No es nada lo que te espantó, te afligió. Por favor no temas esta enfermedad, ni en ningún modo a enfermedad otra alguna o dolor entristecedor. ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre? ¿Acaso no estás bajo mi sombra, bajo mi amparo? ¿Acaso no soy yo la fuente de tu alegría? ¿Qué no estás en mi regazo, en el cruce de mis brazos? Por favor, que ya ninguna otra cosa te angustie, te perturbe, ojalá que no te angustie la enfermedad de tu honorable tío, de ninguna manera morirá ahora por ella. Te doy la plena seguridad de que ya sanó. (Y luego, exactamente entonces, sanó su honorable tío, como después se supo).

Y Juan Diego, apenas oyó el venerable aliento, la amada palabra de la Reina del Cielo, muchísimo con ello se consoló, mucho con ello quedó satisfecho su corazón. Y le suplicó instantemente que de inmediato tuviera a bien enviarlo de mensajero para ver al gobernante Obispo, para llevarle la señal, su comprobación, para que le crea. Y la Reina del Cielo de inmediato se sirvió mandarle que subiera arriba del cerrito:
- Sube, Hijito mío queridísimo, arriba del cerrito, donde me viste y te di órdenes. Allí verás que están sembradas diversas flores: Córtalas, reúnelas, ponlas juntas. Luego bájalas acá, ante mí tráemelas.

Y acto continuo, Juan Diego subió al cerrito. Y al alcanzar la cumbre, quedó mudo de asombro ante las variadas, excelentes, maravillosas flores, todas extendidas, cuajadas de capullos reventones, cuando todavía no era su tiempo de darse. Porque en verdad entonces las heladas son muy fuertes. Su perfume era intenso, y el rocío de la noche como que las cuajaba de perlas preciosas. En seguida se puso a cortarlas, todas absolutamente las juntó, llenó con ellas el hueco de su tilma. Y conste que la cúspide del cerrito para nada es lugar donde se den flores, porque lo que hay en abundancia son riscos, abrojos, gran cantidad de espinas. Y si algunas hierbezuelas se dan, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo devora, lo aniquila el hielo.

Bajó en seguida trayendo a la Reina del Cielo las diversas flores que le había ido a cortar, y Ella, al verlas, tuvo la afabilidad de tomarlas en sus manecitas, y volvió amablemente a colocárselas en el hueco de su tilma. Se dignó decirle:
- Hijito queridísimo, estas diferentes flores son la prueba, la señal que le llevarás al Obispo. De parte mía le dirás que por favor vea en ella mi deseo, mi voluntad. Y tú... tú eres mi plenipotenciario, puesto que en ti pongo toda mi confianza. Le contarás con todo detalle cómo yo te mandé que subieras al cerrito para cortar las flores, y todo lo que viste y admiraste. Y con esto le conmoverás el corazón al Gran Sacerdote para que interceda y se haga, se erija mi templo que he pedido.

Y al dignarse despedirlo la Reina del Cielo, vino a tomar la calzada, viene derecho a México, viene feliz, rebosante de alegría, rebosante de dicha su corazón, porque esta vez todo saldrá bien, lo desempeñará bien. Pone exquisito cuidado en lo que trae en el hueco de su tilma, no vaya a ser que algo se le caiga. Viene extasiado por el perfume de las flores, tan diferentes y maravillosas.

La imagen; martes 12.
Y al llegar al palacio episcopal le salió al encuentro el mayordomo y otros criados del señor Obispo. Y les rogó que por favor le dijeran que quería verlo; pero ninguno accedió, no querían hacerle caso, quizá porque aún no amanecía, o quizá porque ya lo conocen, que sólo los fastidia, y porque ya les habían hablado de él sus compañeros que lo habían perdido de vista cuando pretendieron seguirlo.

Muy largo tiempo estuvo esperando la respuesta, y cuando vieron que llevaba ahí tan largo tiempo, cabizbajo, sin hacer nada, a ver si era llamado, notaron que al parecer traía algo en su tilma, y se le acercaron para ver lo que traía. Y al ver Juan Diego que era imposible ocultarles lo que llevaba, y que por eso lo molestarían, lo expulsarían a empellones o lo maltratarían, un poquito les mostró que eran flores. Y al ver que se trataba de diversas y finísimas flores, siendo que no era su tiempo, se asombraron muchísimo, y más al ver cuán frescas estaban, cuán abiertas, cuán exquisito su perfume, cuán preciosas, y ansiaron coger unas cuantas, arrebatárselas. Y no una, sino tres veces se atrevieron a agarrarlas, pero fracasaron, porque cuando pretendían tomarlas, ya no podían ver flores, sino las veían como pinturas, como bordados o aplicaciones en la tilma.

Con eso, en seguida fueron a decirle respetuosamente al Señor Obispo lo que habían visto, y que pretendía verlo el indito que ya tantas veces había venido. Y tan pronto como el Señor Obispo escuchó eso, captó su corazón que esa era la prueba. De inmediato se sirvió llamarlo, que en seguida entrara a casa para verlo. Y cuando entró, se prosternó en su presencia, como toda persona bien educada. Y de nueva cuenta, y con todo respeto, le narró todo lo que había visto, admirado, y su mensaje.

- Mi Señor, Gobernante, ya hice, ya cumplí lo que tuviste a bien mandarme, y así tuve el honor de ir a comunicarle a la Señora, mi Ama, la Reina del Cielo, venerable y preciosa Madre de Dios, que tú respetuosamente pedías una señal para creerme, y para hacerle su templecito, allí donde tiene la bondad de solicitarte que se lo levantes. Y se prestó gustosa a tu solicitud de alguna cosa como prueba, como señal. Y hoy, siendo aún noche cerrada, se sirvió enviarme a la cumbre del cerrito, donde antes había tenido el honor de verla, para que fuera a cortar flores diferentes y preciosas. Y luego que tuve el privilegio de ir a cortarlas, se las llevé abajo. Y se dignó tomarlas en sus manecitas, para de nuevo dignarse ponerlas en el hueco de mi tilma, para que tuviera el honor de traértelas y sólo a ti te las entregara.

Pese a que yo sabía muy bien que la cumbre del cerrito no es lugar donde se den flores, puesto que sólo abundan los riscos, abrojos, espinas, no por ello dudé, no por eso vacilé. Cuando fui a alcanzar la cumbre del montecito, quedé sobrecogido: ¡Estaba en el paraíso! Allí estaban reunidas todas las flores preciosas imaginables, de suprema calidad, cuajadas de rocío, resplandecientes, de manera que yo -emocionado- me puse en seguida a cortarlas. Y se dignó concederme el honor de venir a entregártelas, que es lo que ahora hago, para que en ellas te sirvas ver la señal que pedías. Y para que quede patente la verdad de mi palabra, de mi embajada, ¡Aquí las tienes, hazme el honor de recibirlas!

Y en ese momento desplegó su blanca tilma, en cuyo hueco, estando de pie, llevaba las flores. Y así, al tiempo que se esparcieron las diferentes flores preciosas, en ese mismo instante, apareció de improviso la venerada imagen de la siempre Virgen María, Madre de Dios, tal como ahora tenemos la dicha de conservarla, guardada ahí en lo que es su hogar predilecto, su templo del Tepeyac, que llamamos Guadalupe.

Y tan pronto como la vio el señor Obispo, y todos los que allí estaban, se arrodillaron pasmados de asombro, profundamente conmovidos, suspensos su corazón, su pensamiento. Y el señor Obispo, con lágrimas de compunción le rogó y suplicó le perdonara por no haber ejecutado de inmediato su santa voluntad, su venerable aliento, su amada palabra. Y poniéndose de pie, desató del cuello la vestidura, el manto de Juan Diego, en donde está estampada la Señora del Cielo, y en seguida, con gran respeto, la llevó y la dejó instalada en su oratorio.

Un día entero pasó Juan Diego en casa del Obispo, él tuvo a bien retenerlo. Y al día siguiente le dijo: - ¡Vamos! para que muestres dónde es la voluntad de la Reina del Cielo que le erijan su templecito. De inmediato se convidó gente para hacerlo, para levantarlo.

Aparición al tío
Y Juan Diego, una vez que les hubo mostrado dónde se había dignado mandarle la Señora del Cielo que se levantara su templecito, luego les pidió permiso. Aun quería ir a su casa para ver a su honorable tío Juan Bernardino, que estaba en cama gravísimo cuando lo había dejado y venido para llamar a algún sacerdote. No lo dejaron ir solo, sino que lo escoltaron hasta su casa. Y al llegar vieron a su venerable tío que estaba muy contento, ya nada le dolía. Y él quedó muy sorprendido de ver a su sobrino tan escoltado y tan honrado. Y le preguntó a su sobrino por qué ocurría aquello, por qué tanto lo honraran.

Y él le dijo cómo cuando salió a llamar al sacerdote para que lo confesara y preparara, allá en el Tepeyac bondadosamente se le apareció la Señora del Cielo, y lo mandó como su mensajero a ver al Señor Obispo para que se sirviera hacerle una casa en el Tepeyac, y tuvo la bondad de decirle que no se afligiera, que ya estaba bien, con lo que quedó totalmente tranquilo.

Y le dijo su venerable tío que era verdad, que precisamente en ese momento se dignó curarlo. Y que la había visto ni más ni menos que en la forma exacta como se había dignado aparecérsele a su sobrino. Y le dijo cómo a él también se dignó enviarlo a México para ver al Obispo. Y que, cuando fuera a verlo, que por favor le manifestara, le informara con todo detalle lo que había visto, y cuán maravillosamente se había dignado sanarlo, y que condescendía a solicitar como un favor que a su preciosa imagen precisamente se le llame, se le conozca como la siempre virgen santa María de Guadalupe.

Y a ambos, a él y a su sobrino, los hospedó el Obispo en su casa unos cuantos días, durante todo el tiempo que se erigió el templecito de la Soberana Señora. Y el señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la preciosa y venerada imagen de la preciosa Niña del Cielo, para que toda la gente pudiera ver su maravillosa imagen. Absolutamente toda la ciudad se puso en movimiento ante la oportunidad de ver y admirar su preciosa y amada imagen. Venían a reconocer su carácter divino, a tener la honra de presentarle sus plegarias, y mucho admiraban todos la forma tan manifiestamente divina que había elegido para hacerles la gracia de aparecerse, como que es un hecho que a ninguna persona de este mundo le cupo el privilegio de pintar lo esencial de su preciosa y amada imagen.

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